Por Mark Batterson.- Como un atleta jubilado que echa de menos el día del juego, o un político jubilado que echa de menos el recorrido de la campaña, David echaba de menos el campo de batalla. Extrañaba el chorro de adrenalina. Extrañaba la camaradería que sentía en el campamento. Extrañaba el ser motivo de los grandes titulares en el periódico del día siguiente. David ya no estaba haciendo historia. David se había vuelto parte de la historia.
Estaba aburrido, y el aburrimiento es el caldo de cultivo del pecado. Literalmente, pecamos porque no tenemos nada mejor que hacer. Y la cura para el pecado es una visión que venga de Dios. Si te consume una visión del tamaño de Dios, te quedan menos tiempo y menos energía para cubrir tu pecado. Estás de- masiado ocupado sirviendo a Dios para pecar contra él. Pero si no estás ocupado en servir a Dios, lo más probable es que peques contra él. Lo dice el viejo adagio: «Las manos ociosas son el taller del diablo». También lo son los ojos ociosos.
En la primavera, que era la época en que los reyes[a] salían de campaña, David mandó a Joab con la guardia real y todo el ejército de Israel para que aniquilara a los amonitas y sitiara la ciudad de Rabá. Pero David se quedó en Jerusalén.
Una tarde, al levantarse David de la cama, comenzó a pasearse por la azotea del palacio, y desde allí vio a una mujer que se estaba bañando. La mujer era sumamente hermosa, por lo que David mandó que averiguaran quién era.
Cuando los soldados andan lejos, el rey se divierte. La estructura de responsabilidad de David estaba ausente. Su rutina había cambiado. Y lamentablemente, el enemigo es predecible en sus tácticas para tentar. Si nosotros no estamos atacando, a la ofensiva por el reino, el enemigo nos pondrá a la defensiva, atacándonos. David habría debido estar levantando el ánimo de sus tropas en las líneas del frente. Pero en lugar de esto, estaba caminando por las líneas laterales con muy poco que hacer; si acaso, meterse en problemas. Y entonces es cuando el enemigo está en su mejor momento, y nosotros en el peor.
David se estaba paseando sobre el terrado de su casa, soñando con las glorias de las batallas del pasado. Entonces, por el rabillo de un ojo, vio a Betsabé. Cuando la imagen de Betsabé bañándose pasó a través del nervio óptico hasta llegar a la corteza visual del cerebro, David tenía una decisión que tomar: o mirar, o apartar la mirada. Así de simple. Así de difícil. Su conciencia —la misma conciencia que le había dado convicción el día que le había cortado el borde del manto a Saúl— le dijo que apartara la mirada. Pero David no obedeció a su conciencia. Y ese fue el momento en el cual la tentación se convirtió en pecado.
Es difícil analizar las motivaciones que llevan al pecado, pero me pregunto si David no estaría luchando con su masculinidad. Me pregunto si su ego no estaría sufriendo. Me pregunto si no estaría pasando por una crisis de la mediana edad. El guerrero ya no está peleando en las batallas, ni creando las noticias de mayor importancia. Y cuando un guerrero deja de tener triunfos militares, siente la tentación de dedicarse a otros tipos de conquistas. Cuando un guerrero deja de ir a la batalla, ¿cómo canaliza la testosterona que le corre por las venas? Cuando un guerrero se jubila, ¿en qué encuentra su identidad? Y las mismas clases de crisis se presentan, cualesquiera que sean su sexo o su ocupación. Cuando nos desconectamos de las empresas santas, muchas veces nos volvemos a dedicar a hábitos de pecado.
El pecado se presenta en numerosas variedades, pero una de las primeras tendencias es lo que yo llamo el pecado «legítimo ilegítimo». Intentamos satisfacer una necesidad legítima, pero lo hacemos de una manera ilegítima. No tenemos la suficiente paciencia para esperar a que Dios satisfaga esa necesidad legítima de una manera también legítima. Él nos ha dado la receta, pero nosotros buscamos una de esas medicinas que se venden sin receta. Y la legitimidad de la necesidad hace que el pecado parezca inofensivo. Lo justificamos con una racionalización egoísta: Dios quiere que seamos felices. Por supuesto que sí. Pero cada vez que tomamos un atajo de pecado, estamos creando un cortocircuito en nuestra verdadera felicidad. Aunque el pecado produzca un momento de placer, el efecto secundario siempre es la aflicción. Y esa aflicción es tan duradera, como fugaz es el placer. Pecar es como vender la huella de nuestra alma a un precio absurdamente bajo. Es tan necio como cuando Esaú le vendió su primogenitura a Jacob por un tazón de guisado de lentejas. Al final de tu vida va a ser lo que más lamentarás, porque no habrás logrado cumplir tu verdadero destino. Pecar es vender a Dios y venderse a sí mismo a precio de ganga.
Fuente: LiderVisión